Hace muchos años, entre Tampache y la hacienda de San Sebastián, en el municipio de Tamiahua, en Veracruz, existió un pequeño pueblo conocido como Rancho Nuevo. Entre sus pobladores estaba doña Damasia González, quien tenía una hermosa hija de nombre Irene, de piel morena, ojos aceitunados y una larga cabellera de azabache.
Damasia estaba casada con Abundio Saavedra, pero cuando este murió, la viuda y su hija dedicaron su vida con devoción al servicio de la iglesia. De esta forma viajaban a Tampache, Álamo Temapache, Acala, Hormiguero, Tancochin, Cuesillos, Tierra Blanca y otras comunidades, con la finalidad de acudir a todas las fiestas patronales y ferias de los santos que veneraban. La vida para ellas dos transcurría en calma.
Un jueves santo, Damasia le pidió a Irene que fuera a buscar leña para el fuego de la casa. La pequeña, obedientemente, se dirigió hacia Paso de Piedras para recolectar los trozos de madera que se encontraba en el camino. Al regresar a su hogar, Irene se sentía sucia y deseaba asearse, pero su madre le advirtió que durante los días santos no estaba permitido bañarse, a lo que Irene respondió: “Mamá, que me perdone Dios, pero yo aunque sea me voy a lavar la cara”.
Fue así que la niña tomó un huacal, dos hojas de jaboncillo y se fue al pozo para lavarse la cara. Repentinamente, se escucharon unos gritos desesperados pidiendo ayuda. El agua del pozo se elevó y la niña comenzó a transformarse en otro ser. La boca se le alargó, los ojos se le hicieron más grandes, el cabello y la piel se le pigmentaron de rojo, las piernas se fusionaron en una cola de pez y le brotaron escamas.
El muro de agua cayó sobre la que una vez fue Irene y la arrastró hasta la laguna. Los lugareños fueron a buscarla en las entrañas de aquel cuerpo de agua, en el que de pronto vieron flotar una balsa maltrecha de madera. Aquel ser, que alguna vez fuera una hermosa niña, yacía al filo de la fantasmagórica balsa y a la distancia se escuchaba su voz, con un desgarrador eco metálico: ¡Peten ak, peten ak! (que en huasteco significa giren). Los lancheros entendieron que se enfrentaban a una fuerza desconocida y decidieron no perseguirla más.
Desde entonces, cada jueves santo la madre de Irene regresa a la laguna y camina hasta la playa de Tamiahua en espera de encontrar a su amada hija; sin embargo, los pescadores afirman que la bella Irene sólo es un recuerdo, porque ahora sólo existe un ser maligno, al que si le ven el rostro voltea las lanchas para ahogar a los osados que la miraron.
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Comisión Nacional del Agua